Lee los 4 primeros capítulos del volumen III (Al borde de la muerte)


[1]

Cerca de la órbita de Júpiter
Año 2649 (un año antes de fletar la Skørdåt)

—¡Nos están disparando!
El jefe de los guardias, con el rostro ensangrentado y sudado, gritaba desesperado en medio de los disparos.
Un convoy formado por cuatro cargueros estaba siendo asaltado por ocho naves piratas, en medio del espacio. Las dos naves de escolta que acompañaban a los cargueros estaban destrozadas y humeaban. Los piratas habían logrado penetrar en uno de los cargueros y los guardias intentaban hacerles frente como podían. Sin embargo, los piratas iban muy bien armados y, lo que es peor, estaban más motivados que los guardias. El resultado era que no se podía repeler a aquellos piratas.
Tras decir aquello el jefe de la guarnición, un pirata lanzó una granada hacia el lugar donde se hallaban los guardias parapetados, estallando al cabo de dos segundos. Todos los guardias situados ahí fallecieron, incluido su jefe.
Algo más atrás había tres guardias más, también vestidos de gris y armados, agachados tras un contenedor. Uno de ellos era Denk, un chico con el pelo castaño largo. Otro dijo, desesperado:
—¡Mierda! ¡Echémonos p’atrás!
Él y el tercer guardia empezaron la retirada, corriendo; pero se oyó una ráfaga de disparos y fueron alcanzados por varias balas, algunas dándoles en la espalda, que no causaron efecto alguno porque llevaban chalecos antibalas, pero otras impactando en sus cabezas, con lo que quedaron hechas añicos con un estallido de sangre. Ambos guardias cayeron al suelo muriendo en el acto. Denk, que seguía agachado para esconderse, vio cómo fallecían.
—¡Idiotas! —masculló Denk.
Los piratas seguían disparando a diestro y siniestro, en un infierno de balas, para abatir toda resistencia.
Al ver el empuje de los piratas, Denk también se fue para atrás, pero a cuatro patas y sin soltar el arma. Si se retiraba agachado quedaba parapetado por las cajas y no podían darle. Iba más lento, pero era más seguro. En aquello se diferenciaba de lo que hicieron los otros dos guardias: quisieron correr, lo que implicaba avanzar a salto de mata... y aquello acabó con ellos.
Denk pasó por encima de ambos cadáveres y llegó hasta un pasillo tubular, solo el suelo era llano. Entró agazapado y, pulsando el botón que había al lado mismo de la entrada, cerró la puerta tras de sí, era de las que se abren y se cierran verticalmente. La puerta era maciza y detendría las balas, solamente había algo de cristal a la altura del rostro de una persona que podría permitir la entrada de balas. Entonces se levantó y corrió por el pasillo, hasta que salió por el otro extremo.
Al otro lado de la puerta, a la derecha, había otro guardia malherido, sentado en el suelo y apoyado contra la pared. Tendría unos cincuenta años, era de piel blanca con pelo negro, ya un poco canoso, y estaba algo hinchado. Sangraba por el costado del vientre: una bala le entró justo por debajo del chaleco antibalas. El hombre logró llegar hasta allá de milagro.
—¡Denk! —dijo el hombre, con la voz floja, falto de fuerzas.
—¡Ruffus, no te muevas! —contestó Denk.
Denk continuó rapidísimo hacia un almacén que se encontraba algo más allá. Abrió la puerta hexagonal del almacén y vio lo que buscaba: unas botellas de hidrógeno. Eran unas botellas largas y grises, con una “H” enorme pintada en color amarillo. Se usaban para algunos trabajos de mantenimiento de la nave. Agarró un par de ellas y las llevó a toda prisa hacia el pasillo tubular por donde acababa de pasar. Las dejó en el suelo, cerca de la puerta, entonces cerrada, que daba a la sala donde se hallaban los piratas, abrió las válvulas y el hidrógeno empezó a salir emitiendo un silbido agudo. Entonces, Denk retrocedió rápidamente, dando grandes zancadas y salió del pasillo tubular por la parte donde estaba Ruffus. Una vez fuera del pasillo, Denk se detuvo y se quedó de pie mirando hacia el pasillo, de modo que, si abrían la otra puerta, donde se encontraban los piratas, pudieran verlo claramente.
—¿Qué haces...? —preguntó Ruffus, con dificultad, aún sentado en el suelo.
—Lleno el pasillo de hidrógeno —respondió Denk.
—¿Acaso tienes intención de matar de asfixia a esos piratas o qué?
Denk respondió:
—El hidrógeno quema como si nada. Basta una chispa. Algunas armas de fuego sueltan chispazos cuando disparan. Si consigo que me disparen estando ellos dentro del pasillo, el hidrógeno se convertirá en una bola de fuego.
El hombre herido rio, aunque poco, porque cuando reía sentía dolor por todas partes.
Al cabo de un instante, en la otra punta del pasillo los piratas habían conseguido hacer saltar la cerradura de la puerta. Denk puso la mano encima del mando para cerrar su puerta. Esperó a que los piratas abrieran del todo su puerta. Cuando lo hicieron, entraron en tromba al pasillo. Eran cinco. Vieron a Denk, con su traje gris de guardia, en el otro extremo del pasillo; y, cegados, dos de ellos apuntaron con sus armas de fuego hacia Denk. Cuando Denk vio que los piratas entraban en el pasillo, pulsó el botón de cierre de su puerta, que se cerró justo cuando los piratas levantaban las armas para disparar. Estos lo hicieron en el momento preciso en que la puerta terminaba de cerrarse, y de la boca de los cañones de sus armas salieron chispazos por cada bala que salía. De repente, el hidrógeno del pasillo se incendió y una llamarada gigantesca llenó casi todo el pasillo. Denk, desde el otro lado de la puerta, pudo ver la llamarada a través del cristal de la puerta cerrada; también oyó los gritos de dolor y horror que proferían los piratas.
Cuando estuvo seguro de que aquellos piratas ya estaban muertos, Denk se agachó para atender a Ruffus; pero ya era tarde. Tenía un rictus rígido en la cara, con los ojos abiertos mirando hacia ninguna parte.
Con el tiempo justo de lamentarse por no poder salvar a aquel hombre, Denk se marchó de allá corriendo y fue hasta el compartimento de las cápsulas salvavidas. Había fallecido toda la guarnición menos él y la nave ya estaba perdida. Así que se sentó en el interior de la cápsula, la puso en marcha e hizo que se desacoplara de la nave. La cápsula salió disparada, escapando de aquel infierno.

[2]

Karograd, ciudad de Tritón, satélite de Neptuno
Año 2652, antes del segundo equinoccio
 

Tritón es helado: la temperatura puede llegar a 235 grados centígrados bajo cero.
Es el mayor satélite de Neptuno, mide 2.700 kilómetros de diámetro. Su superficie, compuesta por nitrógeno sólido, un 75%, y metano helado, un 25%, es bastante accidentada. Por todas partes hay criovolcanes y géiseres que expulsan nitrógeno. Por todo ello fue uno de los satélites más difíciles durante la colonización humana.
También tiene una atmósfera muy tenue de unos diez kilómetros de altura, formada igualmente por nitrógeno y metano. Es tan tenue que la presión atmosférica es bajísima.
De lejos, su imagen resulta variada: tiene algunas manchas cobrizas, otras blancas, es decir, hielo, otras de un color entre gris azulado y azul claro... Pero la característica más destacada de Tritón es su forma de orbitar: gira alrededor de Neptuno en sentido opuesto a la rotación del planeta; y, además, está inclinado 157 grados con respecto al eje de Neptuno, como si pasara por arriba y por bajo, mientras que los otros satélites dan la vuelta a Neptuno más o menos siguiendo su ecuador. Para explicar este comportamiento tan anómalo, los científicos creyeron que Tritón era un planetoide que viajaba solo y fue capturado por la gravedad de Neptuno.
En todo caso, Tritón está condenado a la desaparición: en unos 3.600 millones de años acabará desintegrándose por las fuertes mareas internas provocadas por la gravedad de Neptuno. Sin embargo, ello no impidió que se colonizara: la Humanidad iba tan falta de espacio que cualquier rincón, por helado que fuera, servía. Además, llegado el momento, siempre se podía evacuar a la gente e ir a buscar otro mundo helado en la nube de Oort, en los confines del Sistema Solar.
Karograd era una de las ciudades más pobladas de Tritón, situada en el hemisferio sur. Creció muy rápido gracias a la llegada de nuevos colonos procedentes de la Tierra, ya muy poblada.
Las calles de Karograd eran estrechas, apenas unos diez metros de ancho, y siempre estaban llenas de gente y vehículos, tanto terrestres como voladores. Los edificios eran altos y llegaban hasta la cubierta de la ciudad, que retenía la atmósfera artificial, es decir, una atmósfera como la de la Tierra.
En Karograd recalaban sobre todo trabajadores de las minas; y allá donde hay mineros y transportistas hay bares, locales de juego, prostíbulos y drogas. En medio de la muchedumbre de Karograd, pues, hervía un inframundo marginal, formado por mineros alcoholizados, paramilitares, drogadictos, prostitutas, traficantes de drogas, merodeadores que buscaban fortuna, chatarreros y mendigos que lo habían perdido todo, incluso la esperanza... Toda aquella masa vagaba por las calles apestosas y llenas de podredumbre, conviviendo con los comerciales y los operarios de aquella urbe.
La nave Skørdåt se había desplazado hasta Tritón por un trabajillo. Tres de sus tripulantes, Zuüb, el piloto de la nave, Kross, el hombre de armas, y Djènia, una antigua cazarrecompensas, aprovecharon para tomarse un respiro. Descendieron hasta Karograd con uno de los dos transbordadores de la Skørdåt. A bordo de la nave se quedaron Denk, el capitán, Rakkett, la hermana del capitán, Mikka, un chico de la Luna que se ganaba la vida robando, Lylya, la ingeniera de a bordo, y Athena, una exmilitar que había acabado enrollada con Denk.
Zuüb, que había nacido en Tritón y se conocía todos los locales, se encontraba en uno de los tantos bares oscuros de Karograd, sentado en una mesa llena de vasos de plástico medio llenos, rodeada por un asiento semicircular con respaldo. El chico iba acompañado de tres muchachas jóvenes de piel negra, como él, vestidas con atuendos chillones, maquilladas y con peinados llamativos, que buscaban pasar un buen rato con algún chico procedente del espacio para ver si podía sacarlas de aquel pozo de dejadez que era Karograd. Zuüb, que llevaba un visor blanco acoplado ante los ojos con una línea azul luminosa, y que contrastaba con su piel negrísima, iba contando batallitas, para impresionarlas.
—...Luego, con Denk, decidimos escaparnos. Inyecté leddarol en los motores y, ¡zas!, la Skørdåt salió rauda de aquel puesto de recarga. Dejamos pasmados a aquellos corsarios que querían abordarnos.
—¡La concha! ¡Qué tensión! —dijo una chica—. ¿Y cuántas naves corsarias iban tras ustedes?
—¡Pa! —respondió Zuüb—. ¡Había un montón! Al menos tres en el puesto y seis más merodeando por los alrededores del puesto. ¡Y todas ellas armadas!
—Yo estaría muerta de miedo —dijo otra chica, transmitiendo una cierta sensación de susto con la voz.
Zuüb, ufano y gozando al ver que tenía aquellas chicas cautivadas, se puso a fanfarronear algo más:
—¿Vos sabés que la Skørdåt es una de las naves más reveloces del Sistema Solar?
—¿De veras? —preguntó, impresionada, la tercera chica.
—Sí, pero ¡ojo!, la velocidad, pese a ser relevante... ¡no lo es todo! También es importante la capacidad de maniobra. En ciertas situaciones, poder maniobrar rápido es fundamental. Y la Skørdåt está hecha para maniobrar como un zorro.
—¡Caramba!
Fuera, en la calle, en medio del gentío que circulaba, llegaron dos vehículos terrestres negros en forma de cuña, traccionados por ruedas. Aparcaron en medio de calle y las puertas laterales se abrieron hacia arriba. Salieron seis hombres, tres de cada vehículo, vestidos de negro, de los cuales cinco portaban armas de fuego largas. El que no portaba ninguna arma, de piel blanca, alto, delgado y con el cabello moreno cortísimo, casi rapado a cero, era el que mandaba. Se dirigió a un puesto ambulante de comida, regentado por un hombre mayor de piel negruzca y con cabello y barba blancos.
—Isaak —dijo el joven—, ¿tienes los créditos que me debes?
—Hola, Pråkt —respondió el hombre mayor, poniéndose nervioso—. Ahora no puedo darte el dinero. El negocio flojea y...
De repente, Pråkt dio un golpe violento a la tiendecilla, empujándola, de modo que la tumbó, y todo lo que había encima cayó y se esparció por los suelos. Pråkt gritó, amenazante:
—¿¡Me tomas por idiota!? ¡Me la suda cómo va este negocio! ¡Ocupas la calle y debes pagarme!
—Pe... pero ahora no puedo... —farfulló el hombre mayor.
Pråkt, sin dudar, se sacó una pistola y apuntó al hombre mayor. El hombre, temeroso, fue arrodillándose despacio, con las manos levantadas, mientras farfullaba:
—No... no... por favor...
El estropicio se oyó dentro del bar donde se encontraba Zuüb y una de las chicas dijo:
—¿Qué fue esa tremolina?
Y otra chica, la más alta, alarmada, gritó:
—¡Papá!
La chica más alta salió aprisa hacia la calle. Al salir del bar vio la escena y, asustada, fue veloz hacia su padre; pero uno de los hombres de Pråkt, de piel rosácea y rechoncho, con la cabeza rapada, la agarró violentamente por la cintura y la hizo caer al suelo de espaldas. Ella emitió un grito de dolor.
Dentro del bar se oyó el grito de la chica, y las otras dos chicas se apresuraron a salir, seguidas por Zuüb.
Fuera, en la calle, Zuüb pudo ver a la muchacha que se había ido primero, echada en el suelo, mientras el hombre vestido de negro de piel rosácea, derecho a su lado, estaba apuntándola con un arma larga. Más allá, vio el puesto de venta tumbado y el hombre mayor arrodillado ante un hombre joven que apuntaba contra él con una pistola.
Zuüb se abrió paso entre las personas que había en la calle, que miraban la escena turbadas, fue hasta el hombre calvo de piel rosácea que apuntaba a la chica y dijo:
—¿Por qué no los dejás en paz, nomás?
El hombre de piel rosácea miró a Zuüb con mala cara y dijo con un tono desagradable:
—Pero... ¿¡cómo te atreves, caraculo!?
Y levantó la ametralladora y apuntó a la cabeza de Zuüb.
En la calle, donde ya no se oía casi nada, se hizo un silencio helado.
No muy lejos de allá, dentro de un apartamento minúsculo, Kross, un hombre blanco musculado de cabellos castaños cortos, con un tatuaje de un dragón en la parte superior del brazo derecho, estaba desnudo y estirado en la cama con una chica joven risueña, de piel blanca, bajita y rellenita, de ojos claros y el pelo castaño claro levemente ondulado, también desnuda. Estaban medio abrazados y levemente cubiertos por una sábana de color azul marino. Ella era camarera del mismo bar donde Zuüb intentaba deslumbrar a las chicas. Kross se la ligó y, al terminar ella de trabajar en el bar, habían hecho el amor en el apartamento de ella. La chica dijo:
—¿Y vos no te planteaste dejar la nave en la que viajás y ponerte a vivir en algún satélite?
—Uy, no —dijo él—. A mí me gusta dar vueltas por ahí... ser libre. No podría estar demasiado tiempo encerrado en un lugar.
—¿Y si fuera conmigo? —preguntó la chica, sonriendo.
Kross rio y respondió:
—Ay, Diana, no puede ser. Eres muy joven, y yo soy un viejo gruñón. ¿Qué edad tienes? ¿Veintipocos años? Yo tengo treinta y cinco. Debes buscarte a un chico de tu edad que te dé alegrías.
—¡Pero si vos ya sos divertido! —dijo la chica, riéndose; entonces se puso seria, se soltó de Kross, se incorporó un poquito y adoptó un tono de lamento—. Además, lo que hay acá en Tritón da pena. La mayoría de pibes no valen nada. ¡Tienen el cerebro más delgado que una lámina de hojalata!
Entonces fue Kross quien se incorporó, asió con sus brazos musculados a la chica y dijo:
—Ay, niña, lo lamento. Pero mi vida es un peligro constante. ¡La peña con la que trato son la peor gentuza del Sistema Solar! Siempre estoy con mercenarios, mafiosos, rateros, golfos, sinvergüenzas... Siempre me estoy liando a hostias con ellos, o ellos conmigo... Y, si no, nos metemos con otros bastardos que te la juegan a la que pueden. Da igual si voy dentro de una nave como si estoy en un satélite o en una estación espacial: siempre tendría bronca. Y esto no sería vida para ti.
—Acá en Tritón la vida también es una mierda, ¡creeme! —dijo Diana, un pelín malhumorada—. La mayoría de mineros que llegan acá son unos brutos que no pueden ni sostenerse de pie de lo pelotudos que son. En todos los barrios los clanes señorean, traficando con drogas y prostitutas. Y, en cuanto al gobernador, nos trata como ganado. Pagamos el aire y el agua a precio de oro, pero el aire huele a moho y el agua de la canilla sabe a plástico. Y cuando tenemos un problema, como cuando las compañías eléctricas reducen la tensión sin avisar, no sirve de nada quejarnos. ¡Nos tratan como a una mierda!
—Bueno —respondió Kross—, siempre puedes buscarte a un ricachón de la Tierra. Un hombre mayor que necesite las carantoñas de una zagala joven y guapa como tú.
Diana sonrió por el comentario de Kross y lo miró con ojos enternecidos. Se sentía cautivada por aquel hombretón llegado del espacio.
Entonces, de repente, se oyó un griterío en el vestíbulo del bloque de apartamentos. Kross se incorporó un poquito más y dijo algo intrigado:
—¿Qué es ese jaleo?
Se oyó de lejos una chica que casi vociferaba:
—¡En la calle un muchacho se está enfrentando a Pråkt y a sus hombres!
Otra gente que había en el vestíbulo se alborotaba, porque aquello no había ocurrido nunca.
—¿Y quién es? —preguntó un hombre que parecía mayor.
—No lo sé —decía la chica—. Seguro que viene del espacio o de algún otro planeta. Es un muchacho negro con un visor blanco en los ojos.
Al oír aquello, la cara de Kross cambió y dijo:
—¡Mierda!
—¿Qué sucede? —preguntó Diana.
—Que conozco a ese tío —dijo él, mientras se levantaba y se ponía una camiseta blancuzca sin mangas—. Es el piloto de mi nave.
Cuando ya llevaba los pantalones y las botas, Kross agarró el subfusil recortado que había traído de la nave. También agarró el incón, cliqueó un icono de la pantalla y habló.
—Djènia, ¿dónde estás?
La voz de Djènia se oyó en el aparato:
—Ando paseando por el mercado. Busco piedras de quircopirita.
—Deja las baratijas —dijo Kross, cortándola en seco—. Zuüb acaba de meterse en problemas. Más vale que vengas para acá ahora mismo. Y ve desenfundando las pistolas.
—De acuerdo.
En el mercado que había unas casas más allá, Djènia cortó la comunicación del incón. Con lo bajita que era, y su piel blanca, con pelo rubio y corto y vestida con un chaleco, no daba la impresión de ser temible. Pero en las cartucheras llevaba dos pistolas que manejaba con una precisión robótica.
—¿Por qué nunca podemos estar un rato tranquilos? —dijo, poniendo mala cara, mientras se guardaba el incón en un bolsillo, echaba a correr entre la gente y desenfundaba sus pistolas.

[3]

Fuera, en la calle, el hombre de piel rosácea seguía apuntando con la ametralladora a Zuüb, que también estaba derecho y no se movía ni una pizca. La gente que había en la calle fue apartándose y estaba medio escondida, amedrentada. El ambiente era silencioso y tenso; se podía cortar con un cuchillo. Pråkt, el joven que apuntaba con una pistola al hombre mayor, fue aproximándose lentamente hacia Zuüb.
—Vaya, vaya, vaya —dijo, sonriendo y chuleando mientras se acercaba—, ¿qué tenemos acá? ¿Uno que quiere dárselas de héroe? ¿Un pendenciero que se muere por impresionar a la hija de Isaak? —entonces miró a la chica, que todavía estaba en el suelo, y la señaló—. ¿Quieres impresionar a esa putilla bastarda, hombre del espacio? —dijo, subrayando el tono burlón cuando dijo “hombre del espacio”.
—No es necesario que los trates así —replicó Zuüb, un poco tenso pero manteniendo la calma—. Si les tienen que pagar, mejor dejarlos trabajar, ¿no te parece? Así más adelante les van a pagar y todos contentos.
—Muy listo, guapo —dijo Pråkt, que se detuvo a unos tres metros de Zuüb—. Pero, lo que ocurre es que acá mando yo. Y si digo que me tienen que pagar ahora, me tienen que pagar ahora y no se hable más. Y nadie viene de fuera a decir cómo debemos regirnos la gente de Karograd. ¿Entendiste, pedazo de mierda seca? O sea que ya estás largándote si no quieres que mis perros se zampen tu cadáver.
Zuüb no se movía, pero tampoco decía nada. Sabía que si decía algo acabaría con un disparo en la cabeza. Pråkt, al ver que Zuüb no se movía, prosiguió:
—Mira, chico del espacio, mi compañero está apuntándote con una ametralladora de gatillo eléctrico. Si doy la orden de que dispare, tu cerebro va a quedar esparcido a tres metros a la redonda.
De repente, se oyó un disparo muy fuerte detrás de Zuüb y la cabeza del paramilitar de piel rosácea estalló en mil pedazos. Zuüb, Pråkt y la chica que estaba en el suelo quedaron salpicados de sangre. El cuerpo de aquel hombre cayó al suelo como un saco, decapitado. La gente que había en la calle se agachó asustada. Pråkt, que todavía estaba aturdido al ver cómo la cabeza de su paramilitar había saltado por los aires, ponía cara de abrumado.
Tras el disparo, del fondo, detrás de Zuüb, retumbó la voz potente de Kross, que decía:
—¡Se acabó esta mierda! ¡Ya estáis montando en vuestros carruchos de mierda y regresando a vuestra puta casa!
Kross fue acercándose con el subfusil apuntando hacia Pråkt y sus hombres. La gente que había en la calle estaba agazapada, y se iba apartando y escondiendo todavía más a medida que Kross avanzaba. Al llegar junto a Zuüb, Kross prosiguió, dirigiéndose a Pråkt:
—Parece que no me entendiste, chico. Mira, ya que te gusta pavonearte con las armas, ahora voy a contarte qué puede hacer la mía. Es un subfusil de última generación, tipo ametralladora, con un calibre de un par de cojones. Tiene una cadencia de tiro de veinte balas por segundo. Vuestras mierdas de armas no llegan ni a la mitad. A ti y a tus hombres puedo acribillaros en un abrir y cerrar de ojos. Y tengo buena puntería. Ya viste qué acaba de pasarle al panoli de tu amigo: no le sirvió de nada llevar chaleco antibalas, porque le deshice el cráneo como si fuera chocolate —hizo una pausa, y continuó—. Pero no solo esto. Bajo el cañón de balas, como puedes ver, hay un cañón de explosivos. Puedo disparar un explosivo a uno de vuestros vehículos y, aunque tenga blindaje, voy a hacerle un buen butrón en el chasis y ya podréis venderlo como chatarra... —entonces hizo una nueva pausa y continuó—. Pero me parece que no voy a malgastar ningún explosivo contra uno de tus carros. No —chasqueó la lengua y prosiguió—. Igual disparo el explosivo contra ti. El cacho más grande de ti que va a quedar será la punta de tu picha chamuscada. Así que... ¿quieres que sigamos hablando del tamaño de las armas u os abrís?
Pråkt fue inflamándose de ira a medida que oía las palabras de Kross, hasta que gritó, con los ojos enrojecidos y escupiendo rabia:
—¡¡¡No sabes con quién te estás metiendo!!!
—¡Me importa un carajo con quién esté metiéndome! —respondió Kross, con voz fuerte y seguro de sí mismo—. Ya lidié con gilipollas más estirados que tú. Y ahora todos están en el otro barrio. O sea que elige: jugamos a ver quién la tiene más larga o nos piramos cada cual hacia su casa y tan amigos.
—¡¡¡Me las vas a pagar!!! —volvió a gritar Pråkt, todavía más fuerte—. ¡¡¡Acá nadie se chifla de mí!!! ¡¡¡Cuando termine contigo voy a hacer que te tragues tu propia sangre!!!
Kross, manteniendo el subfusil apuntando y con un tono firme, dijo:
—¡El que va a mantenerme a raya aún no nació! Y seguro que no será un comemierda como tú. ¡Y prepárate, porque todavía no me viste cabreado! ¡Más vale que no estés ante mí si me enfurezco!
Pråkt no respondió. La actitud firme de Kross lo hacía dudar, puesto que no estaba habituado a que la gente humilde de aquel barrio le hiciera frente. Entonces, Zuüb se dirigió con voz queda a Kross:
—No va a ceder. Este pibe es un mafioso que controla el barrio. Si se retira ante toda esta gente, va a parecer una nenita y, así, ya no va a poder imponer su régimen mafioso. O sea que prepárense para disparar.
—Cuando empiece el baile —dijo Kross, también en voz queda—, agáchate y agarra el arma del tipo decapitado.
Pråkt seguía sin decir nada, tenso. Pero Zuüb llevaba razón: Pråkt no podía irse de allá como si nada y dejar sin castigo aquella afrenta, más aún ante todo el gentío que había en la calle. Pråkt vivía de apretar y extorsionar a aquella gente; y, para hacerlo, era preciso tenerlos atemorizados. Si entonces se retiraba, luego sería más difícil atemorizarlos. Por eso empezó a mover la mano izquierda lentamente. Seguramente quería dar la orden de disparar a sus hombres, que se encontraban a los lados de los dos vehículos, con las armas largas apuntando hacia ellos. Kross y Zuüb le vieron las intenciones; por ello, de repente Kross se puso a disparar sin miramientos contra Pråkt. Cinco balas entraron por el cuello de Pråkt, que cayó de espaldas al suelo. Mientras, Zuüb se agachó como un relámpago y recogió el arma del hombre decapitado. Kross también se echó al suelo: en aquel momento, los hombres de Pråkt empezaban a disparar contra ellos.
Zuüb se apresuró a esconderse tras un contenedor de basura que había cerca, mientras Kross iba dando vuelcos por el suelo, a la vez que las ráfagas de las balas le pasaban por encima, y finalmente se apostó dentro de un portal. La gente gritaba y todo el mundo intentó irse de allí como pudo.
—¿Qué? —dijo Kross a Zuüb, gritando para hacerse oír por encima del fragor de las balas que volaban—. Ahora vas a decirme que te aburrías y que te apetecía un poco de marcha.
—¡Basta de cuentos! —respondió Zuüb, también gritando—. Vos que sos un gato viejo, ¿hay algún modo de salir de acá? Vivos, quiero decir.
Los cuatro hombres de negro que disparaban empezaron a avanzar, sin dejar de disparar a discreción. Las ráfagas de balas, brillantes, atravesaban el espacio ferozmente, sin piedad. Su objetivo era llegar hasta los escondrijos de Kross y de Zuüb disparando, y, una vez allá, matarlos con sus ametralladoras. Al fin y al cabo, eran cuatro contra dos.
Kross dijo a Zuüb, a gritos:
—No podemos hacer mucho más. Llevan chalecos antibalas. Estos que vienen son profesionales y saben qué se cuece por las calles. ¡O sea que no sirve de nada dispararles!
De repente, por detrás de uno de los coches negros apareció Djènia. De un salto, la muchacha se encaramó encima de uno de los carros. Llevaba una pistola en cada mano y empezó disparar por la espalda a los hombres de Pråkt. Disparaba a la cabeza de aquellos esbirros, puesto que no llevaban ningún casco que los protegiera de los disparos. Mató a dos de golpe; entonces los otros dos se dieron la vuelta, encarándose a ella, y le dispararon. Djènia saltó hacia la parte de atrás del coche justo cuando empezaban los disparos contra ella.
Kross lo aprovechó y salió de su escondrijo. Apuntó con el subfusil contra uno de los hombres y le disparó a la cabeza. Lo mató con dos disparos. Solo quedaba uno. Entonces Zuüb también salió de atrás del contenedor y le disparó a la parte baja de la pierna derecha. La pierna de aquel hombre se rompió en dos por debajo de la rodilla; el trozo de pierna se separó del cuerpo y se fue casi un metro más allá y a continuación el hombre cayó al suelo. Entonces Kross y Zuüb llegaron, apuntándolo con las armas. El hombre, que gemía, se estaba desangrando por debajo de la rodilla; si no recibía asistencia médica, y no la recibiría, se moriría desangrado.
En la calle, poco a poco, la gente fue levantándose. Djènia salió de detrás del vehículo donde estaba parapetada y dijo a los otros dos:
—¿Acaso no podéis estaros unas horas quietecitos o qué?
Kross le respondió:
—¡Será mejor que nos larguemos! ¿Puedes contactar con Denk por el incón y decirle que lleven la Skørdåt cerca de la salida de la ciudad para que nos recojan?
En aquel momento llegaron varias personas, entre las cuales estaba Diana, la camarera que acababa de acostarse con Kross, y que llevaba un suéter gris que le quedaba enorme, pero todavía no llevaba pantalones ni calzado. En aquel grupo había una mujer bajita de edad avanzada, de piel negruzca y arrugada y de pelo rizado blanco; le apodaban “la Jefa”, porque era de las mujeres de más edad del barrio. Se detuvo ante el hombre que se desangraba y dijo, gritando:
—¿Pero qué hicieron, desgraciados?
—Dimos una lección a esos lerdos —dijo Kross.
—¡Idiotas! —gritó ella—. ¡Estos son los hombres de Stavros!
—¿Quién es ese?
No fue necesario que la Jefa respondiera; ya lo hizo Djènia, que empezaba a darse cuenta del problema que acababan de crear:
—El señorito, ¿quién va a ser? El que controla el tinglado, y que extorsiona a esta gente.
A eso, la Jefa gritó:
—¡¡¡Y mató usted a Pråkt, su hijo!!!
Realmente, la situación era más comprometedora de lo que parecía al principio. Zuüb sopló y dijo:
—Me parece que nos metimos en un buen lío, ¡la concha!
—¡A ustedes les trae sin cuidado! —siguió gritando la Jefa, con tono de reproche—. ¡Se van a ir de acá y no les va a pasar nada! ¡Pero quienes lo paguen vamos a ser nosotros, los que vivimos acá! ¡Puta madre...! ¡Acaban de meternos en un problema de los gordos!
Dicho aquello, la Jefa se dio la vuelta y se fue, sollozando y moviendo la cabeza en señal de desesperación. El resto del grupillo la siguió, salvo Diana, que se quedó allí; la chica, serena, dijo:
—Kross, lo mejor es que desaparezcan. Esta gente no se anda con tonterías. Si aparecen más y los encuentran acá, no van a salir vivos.
Djènia dijo:
—La chica está en lo cierto. Debemos irnos. Y si no aparecen otros esbirros de Stavros, van a venir los militares.
Zuüb dijo:
—¿Ahora va a aparecer el ejército? ¿Y por qué no viene cuando tenés problemas con esos paramilitares?
Diana respondió:
—Por estos pagos, el ejército está al servicio de Stavros. O sea que, venga quien venga, seguro que los joden a ustedes.
Zuüb interpeló a la chica:
—Y a ustedes, ¿qué les espera?
—Stavros va a desatar su ira contra nosotros. Vamos a quedar bien jodidos.
—Lo siento... —respondió Zuüb.
—No importa —dijo la chica—. Ya estamos acostumbrados a esta mierda. Si no vienen acá a echar una razia ahora u otro cron, van a venir dentro de unas semanas igualmente. Da lo mismo.
Zuüb y Djènia empezaron a andar hacia la zona de donde vino Kross, pues tenían el transbordador en un aparcamiento que estaba situado un poco más allá. Sin embargo, Kross permaneció quieto ante Diana. Los dos se miraron. Diana, que tenía la cabeza levantada, porque era más baja que Kross, alargó la mano derecha, tocó la mejilla del hombretón y le dijo:
—¿Cuidate, me oíste?
Kross la miró un breve rato en silencio, hasta que dijo:
—Me sabe mal por ti, Diana. Pero Zuüb estaba en un aprieto, y debía ayudarlo...
La chica, que todavía le tocaba la mejilla, le dijo:
—Hiciste bien, Kross. Ayudaste a un amigo en apuros. Si no llega a ser por ti, ahora quizá estaría muerto.
Entonces apareció Djènia, que había reculado, y dijo, con tono acuciante:
—Kross, debemos irnos. Ya.
Kross asintió y dejó a Diana. Los tres, Zuüb delante, Djènia en el medio y Kross atrás, fueron avanzando veloces entre la gente, todavía sujetando las armas.
Los tres fugitivos llegaron al aparcamiento y se metieron en el transbordador, una nave pequeña blancuzca. Djènia se sentó en el puesto del piloto, puso en marcha el transbordador y lo elevó, dirigiéndose hacia una de las salidas de la ciudad a través de la cubierta. Los otros dos se sentaron detrás. Cuando ya se habían elevado, mientras veían la ciudad de lejos, iluminada, Kross dijo:
—Esta gente sufrirá un cojón y medio. ¡Qué follón hemos liado, chicos!
Zuüb lo miró y dijo:
—¿Y ahora qué les pasa a ustedes? Esta gente ya estaba jodida antes de que llegáramos nosotros. Yo no me apuraría por eso.
—Sí, pero lo agravamos —respondió el hombre de armas.
—No cambiamos nada —replicó Zuüb—: antes estaban bajo el yugo de unos tiranos y ahora van a estar bajo el yugo de otros tiranos... No sé de qué te lamentás.
Entonces Djènia suspiró y añadió:
—Ay, Zuüb... Kross se nos hace mayor y se le ablanda el corazón por aquella chiquilla...


[4]

Afueras de Tritón
 
La nave Skørdåt, formada por un cuerpo central y un puente a proa de forma redondeada, estaba estacionada en el espacio exterior, cerca de Tritón. El Sol daba al fuselaje de la nave y eso realzaba su color liláceo.
Dentro de la nave, Mikka estaba tumbado en la cama de la habitación de Rakkett, despierto. Ella estaba estirada junto a él, durmiendo. Mikka, un muchacho muy joven de piel blanca, pelo rubio corto peinado en pinchos y ojos azules, miraba a través del ojo de buey y veía las estrellas del firmamento.
Lentamente y procurando no hacer ruido, salió de la cama. Cuando estuvo derecho, miró a Rakkett mientras dormía. Con la mala gaita que tiene, pensó, y cuando duerme parece un angelito. Le miraba aquellos cabellos pelirrojos con varios pinchos salientes, que tanto lo fascinaban, y que contrastaban con la piel blanca de la chica.
Él era más joven que ella y más bajito. Entre esto y que su cabello rubio puntiagudo le daba un aire infantil, parecía una criatura al lado de ella.
Mikka vio que el armario del fondo tenía la puerta entreabierta, corrida un poco hacia el lado. Fue hasta allí y la abrió del todo. En un compartimento había prendas de ropa de ella. En el otro, las pistolas y una ametralladora. Mikka ya sabía que el armamento formaba parte de la vida de Rakkett. En aquel compartimento, junto a las armas de fuego, también había, en un rincón, una especie de palo cilíndrico de cuarenta centímetros. Mikka había visto que Rakkett lo llevaba encima alguna vez, colgado a las espaldas e inclinado. Debía de ser un arma, pero no sabía de qué tipo. De hecho, no había visto usarla nunca a Rakkett.
Yendo despacio, estiró el brazo y la agarró. Cuando ya se la aproximaba para sí, oyó la voz seca de Rakkett tras de él:
—Deja eso. Podrías lastimarte.
Él se volvió.
—Lo siento. Es que la vi y...
Ella se levantó de la cama. Cuando estuvo de pie, la cama se retiró automáticamente hacia adentro de la pared, y la chica fue hasta el chico. Al hallarse ante él, le agarró aquel enser.
—Es un ardatán. Es peligroso si no sabes manejarlo.
—¿Es un arma? —preguntó él—. No te vi manejarla nunca.
—Es un arma que se utilizaba en artes marciales.
—¿En qué? —volvió a preguntar él.
—Artes marciales. Una antigua forma de lucha entre los orientales. Las artes marciales ya se perdieron... ¿Quieres ver cómo se usa?
—Pues... sí.
Rakkett dejó el ardatán en el armario. Se puso los pantalones negros, ya llevaba una camiseta de tirantes negra, y se calzó unos botines. También se puso unos mitones negros que había en el armario, con lo que las manos le quedaron cubiertas menos los dedos. Finalmente, se puso unas gafas oscuras escaneadoras que parecía que se pegaran a la piel. Mikka, a quien aquellas gafas no le gustaban ni pizca, dijo:
—¿Necesitas estas gafotas para manejar el ardatán?
—No son necesarias, pero va mejor —dijo ella.
La chica se puso ante la puerta de su cuarto, que se abrió, y salió al pasillo, seguida por el chico, y a continuación giró hacia la derecha. Llegaron a la escalera de caracol que bajaba hasta el hangar de la nave. Una vez abajo, Rakkett se colocó en el centro del aposento, mientras Mikka se ponía a un lado. Rakkett puso el ardatán ante su cara, en horizontal. Entonces, de repente, del ardatán salieron, por cada lado, sendas extensiones. Ahora el cilindro del ardatán medía más o menos dos metros, en vez de cuarenta centímetros. En las puntas había dos grandes chispas rojas que brillaban, emitiendo un leve zumbido. Mikka, sorprendido y sonriente, dijo:
—¡Ostras! ¡Qué caña! ¿Y esas luces de las puntas?
—Energía crisonésica. Si te tocaran la piel, te quemarían. Procura que no te toquen. Además, gracias a esta energía, el ardatán repele mejor los golpes del adversario.
—¿Y cómo se genera la energía?
—Tiene una batería dentro, que no hay que cargar, porque se carga con el movimiento. Cada vez que se usa el ardatán, gasta electricidad, pero también la crea si yo hago que se mueva.
Entonces Rakkett hizo que el ardatán girara muy veloz. Las chispas rojas giraban con furia y dibujaban un círculo rojo justo ante la chica.
Después, Rakkett se detuvo y agarró un tubo de hierro que había cerca de ella. Lo tiró a Mikka y el chico lo agarró al vuelo. Ella, mirando desafiante a Mikka a través de sus gafas negras, le soltó:
—Intenta agredirme con eso.
Mikka no lo veía del todo claro y no se atrevía a atacarla, pero al final se acercó a ella sosteniendo la barra de hierro. Hizo como si le atizara, y ella interpuso el ardatán de modo que detuvo el golpe. Entonces Mikka gritó de dolor:
—¡Ay!
Y dejó la barra de hierro, que cayó al suelo haciendo un ruido estrepitoso. La chica dijo:
—Te dio la corriente. El ardatán transmite electricidad gracias a la energía crisonésica. Por eso, atacar con un pedazo de hierro a alguien que tiene un ardatán es un mal negocio.
Entonces Rakkett hizo que el ardatán volviera a su medida anterior, cuarenta centímetros; los extremos se replegaron súbitamente y las chispas rojas desaparecieron. Entonces Rakkett tiró el ardatán al suelo, lejos de ella. Inmediatamente, estiró el brazo derecho, con la mano extendida. Y, de repente, el ardatán vino volando hasta su mano; solo fue necesario cerrar los dedos para asirlo.
—¡Cáspita! —exclamó el chico, impresionado.
—Estos mitones —dijo ella— están magnetizados y se conectan con el ardatán mediante un código. A una distancia de veinte metros pueden atraer el ardatán. De este modo, si en medio de una lucha se te cae, puedes recuperarlo aunque esté lejos.
—¿Pero no es un arma obsoleta? —preguntó él de nuevo—. Si con una pistola o una ametralladora haces más faena que con esto.
—Las armas de fuego —empezó a decir ella— liquidan muy a prisa. Son ideales para quienes quieren despejarlo todo rápido. Pero, a veces, en un combate, no basta con tener armas de fuego. También hay que pensar. Ver dónde está el enemigo y pensar cuál es el mejor modo de derrotarlo. Esto también es importante. Y con el ardatán aprendes a hacerlo. Para luchar con el ardatán no hay que tener solamente fuerza y destreza, que también. Hay que fijarse en el adversario, en el modo en que se mueve. Te obliga a luchar pensando. Tienes que combinar ambas cosas: fuerza y pensamiento. En resumen, va bien para ejercitar el pensamiento mientras luchas. Luego, lo que se aprende con el ardatán se puede aplicar cuando uno lucha con armas de fuego, o con naves disparándose misiles. Los conocimientos adquiridos luchando con ardatán contra una persona también sirven para cuando le disparas, a él o a todo un ejército. ¿Lo pillas?
Mikka asintió, a pesar de que tampoco entendió mucho de lo que acababa de oír.
En aquel momento, Denk, el hermano de Rakkett, con su cabellera castaña larga, apareció de repente por el pasillo de los dormitorios, en lo alto de la escalera de caracol, y dijo gritando a Mikka y Rakkett:
—¡Nos vamos a Tritón! ¡Zuüb, Djènia y Kross se metieron en un lío de cojones! ¡Tenemos que sacarlos de ahí!
 
Sabrás qué les ocurre a Kross, Zuüb, Rakkett, Denk y el resto de la tripulación adquiriendo el libro Skørdåt III: Al borde de la muerte (pulsa aquí)