Lee los 4 primeros capítulos del volumen I (Nueve formas de morir en el espacio)

[0A]

Año 2652. Setecientos mil millones de personas cohabitan en un Sistema Solar superpoblado y al borde del colapso. Los bienes básicos —comida, agua, aire, energía (electricidad, gas, carburante), vivienda...— escasean, siendo objeto de tráfico y sobreprecios. Los desechos, la suciedad y la contaminación son un problema endémico general y, debido a la masificación, las enfermedades y epidemias causan estragos entre la población.
Los ricos y poderosos, alojados en la Tierra, generan sus descendientes con técnicas genéticas in vitro, y crean seres con la estética, el sexo y la inmunidad patológica predeterminada. En cambio, la gente pobre vive amontonada en los satélites exteriores (y en los barrios humildes de la Luna y Marte), así como en las innumerables estaciones especiales antiguas que se encuentran esparcidas por el Sistema Solar (frías, sucias, desoladas e insalubres) y procrean mediante el método tradicional (el sexo), con lo que es inevitable que nazcan personas con deficiencias o con escasa inmunidad.
Un Gobierno único rige toda la Humanidad. Las antiguas naciones de la Tierra hace mucho tiempo que desaparecieron.
No obstante, el Gobierno no es elegido democráticamente, sino mediante pactos entre grandes empresas —constructoras, mineras, audiovisuales, armamentísticas, robóticas y energéticas (gasísticas, petroleras, eléctricas)—. Por ello, toda la Administración pública está carcomida por la corrupción. Cada miembro del Gobierno se preocupa únicamente por sí mismo, por su gente y por los poderosos a quienes debe su puesto. Los problemas de la población son menospreciados por los gobernantes (por ejemplo, el sistema sanitario es muy precario y la escolarización solo cubre las primeras edades).
Por otro lado, en cada satélite o planeta, un gobernador es designado desde el Gobierno de la Tierra para encargarse de las cuestiones locales como el orden público y el cobro de impuestos; sin embargo, dada la inoperancia del Gobierno de la Tierra, los gobernadores han acabado convirtiéndose en dictadores que imponen su ley.
Ante la ausencia de gobernanza y estructura social, por doquier han surgido mafias, clanes y señores de la guerra que dominan los territorios y controlan los suministros, siempre al margen de la legalidad. Todo está bajo su control: armas, drogas, agua, aire, alimentos sintéticos, medicamentos, gas, carburante, electricidad, códigos digitales para acceder a cualquier información... Muchos de esos bienes son generados por esos mismos clanes que después se encargan de su distribución (sin permitir que otros les hagan la competencia, empleando la violencia si es necesario, de modo que fijan los precios, siempre al alza); y, si no son elaborados por ellos mismos, los roban o los piratean y después los distribuyen ilegalmente. Cuando no tienen trifulcas con el ejército o se pelean entre ellos, extorsionan a las empresas para obtener liquidez o sobornan a cargos locales para lograr algún beneficio; y, si con eso no les basta (y normalmente nunca les basta), extorsionan al pueblo llano con amenazas, chantajes, secuestros y razias. Incluso dentro de las estaciones espaciales, donde los directores pueden controlar la actividad gracias a la guarnición militar allí destacada, hay espacios controlados por traficantes de drogas, armas y alimentos.
Por otra parte, el ejército se ha mostrado incapaz de controlar el Sistema Solar. Se calcula que tan solo un tercio de las fuerzas armadas lleva a cabo las funciones de control y seguridad en el tráfico; pero en cualquier caso nunca protegen a la gente. Los dos tercios restantes actúan ya sea como mercenarios al servicio de las grandes corporaciones o de los grandes clanes, ya sea por su cuenta enriqueciéndose con el fruto de robos o chantajes a los transportistas.
Y así es como funciona la sociedad de mediados del siglo XXVII. Una época oscura que los historiadores posteriores acabarán denominando como "Neofeudalismo" o "Segundo Far West".
En esta sociedad decadente, violenta, corrupta y en descomposición, en la que la gente solo mira por sus intereses sin preocuparse de los demás, hay personas que viven fuera de la ley: traficantes, corsarios, gente que ofrece sus servicios como escoltas, mercenarios, guardaespaldas, transportistas de cargas valiosas o salteadores. Estos trabajos son muy arriesgados, pero también muy lucrativos. Entre estas personas, está la tripulación de la nave Skørdåt.
Y Mikka, un ladronzuelo de tres al cuarto de la Luna, no podía ni imaginarse que acabaría recalando en la Skørdåt...
*Al final de la novela hay explicaciones sobre cómo funcionan las medidas, el idioma y la moneda [n. a.].

[1]


Calle mayor de Capsídia, ciudad de la Luna, satélite de la Tierra

La calle más importante de Capsídia (una ciudad de la Luna), bastante iluminada, estaba repleta de gente de todo tipo que iba y venía. En toda la calle se oía el ruido de la gente y de los vehículos que volaban a unos diez metros de altura.
En un rincón, medio escondida, una chica de piel blanca de unos 22 años veía pasar a la muchedumbre. Estaba bien cobijada: no quería ser vista, no era necesario llamar la atención. Iba vestida con una gabardina marrón que la cubría de pies a cabeza. También llevaba puestas unas gafas negras como el azabache, de lentes redondeadas grandes, prácticamente cosidas a la piel. Su cabello, pelirrojo y con varios pinchos que sobresalían, decía mucho de su carácter: a quien se le acercara, le metería un corte; eso si no le metía una bala entre ceja y ceja. La chica miraba sin cese a ambos lados: no quería ver aparecer a ningún militar ni mucho menos a los milicianos que controlaban el comercio de avío ilegal en la Luna. Si la descubrían los primeros, lo tenía jodido; si la descubrían los segundos, lo tenía peor.
Finalmente se decidió. Empezó a avanzar entre la muchedumbre, cruzando la calle. Debía jugársela.
No muy lejos, Mikka, un joven de piel blanca, ojos azules y cabellos rubios de punta, se deslizaba entre la multitud. Llevaba una chaqueta negra plastificada reluciente, con varios bolsillos interiores. Avanzaba esquivando a la gente que iba hacia él, pero no mucho: lo suficiente para rozar con su cuerpo a la persona que pretendía esquivar. Cuando pasaba rozando a alguien, con un habilidoso movimiento de manos le sacaba, rápidamente, escurridizamente, el incón que llevara en algún bolsillo. En las últimas horas logró birlar cuatro incones, toda una fortuna: el incón no era tan solo una herramienta para comunicarse, sino también un sistema de pago y, hasta que el propietario no se diera cuenta de que le robaron el incón, se podían sustraer tantos créditos como se quisiera. Al afanar un incón, Mikka hacía que este traspasara créditos a otro incón, hasta que fuera bloqueado por el propietario. Pero, además, en un incón podían hallarse códigos de todo tipo: bancarios, de acceso a vivienda o al trabajo, para ver contenidos de pago en los canales y en la red... Una auténtica mina para un pirata informático. Con paciencia, Mikka era capaz de traspasar contraseñas y barreras y vender todos los códigos en el mercado negro.
La chica de cabello pelirrojo con formas puntiagudas ya se encontraba en el lugar deseado. Estaba de pie frente a un portal mientras un montón de peatones pasaba a su alrededor, arriba y abajo, como si no la vieran. Se decidió y entró. En el interior había gente trabajando con cables, placas y soldadores, sentados en mesas situadas en un nivel inferior respecto a la puerta de la calle. La chica se mantuvo de pie unos segundos, oteando la sala, girando levemente la cabeza de un lado a otro. Parecía que solamente mirara pero, en el interior del cristal de sus gafas oscuras, aparecía un sinfín de información visible a los ojos de la chica: cuántas armas había en la sala, cuántos cables, cuántas cámaras, cuánto había de todo aquello, aunque, por supuesto, lo importante era saber quién lo controlaba.
Al cabo de unos segundos, la chica bajó los tres escalones que separaban la puerta de la sala. Entonces, desde el fondo de la estancia se oyó una voz de hombre, profunda, que retumbaba:
—Vaya, vaya, mirad quién vino... Rakkett. Hay que tener mucha cara para presentarse aquí como si nada. ¿Te envía el hijoputa de tu hermano?
La gente que trabajaba tras las mesas paró levemente sus ocupaciones. No se notó mucho, pero todos miraban de reojo a la tal Rakkett.
Rakkett no se inmutó. Se limitó a hacer el trabajo que vino a hacer, y fue al grano.
—Hola, Gressyt. Necesito leddarol. Cuatro litros.
Gressyt salió de las sombras del fondo de la sala. Era un enano, lo que contrastaba con su potente voz.
—¿Cuatro litros? Eso es mucho. Con mucho menos podrías ir de aquí a Saturno en un par de crones. Sí que tenéis necesidad de leddarol, en la Skørdåt.
Rakkett ya sabía que aquello sería difícil, así que decidió seguir con su papel de quien solo tenía que hacer una transacción.
—Ahora mismo Saturno está al otro lado del Sol. Con unos cuantos decilitros de leddarol se tardaría, como mínimo, dos crones y medio en llegar.
Gressyt esbozó una sonrisa, aunque solamente un instante, porque ya veía que, como era de esperar, aquella muchacha era supertozuda.
—Dejémonos de tecnicismos, chica —espetó Gressyt—. Cuesta mucho sintetizar el leddarol. Y si viniste hasta aquí para pedirme tal cantidad, es que algo tramáis. Sería un detalle por tu parte que me dijeras qué os traéis entre manos.
Rakkett ya sabía que la información era tan valiosa como el leddarol, así que no le extrañó la petición.
—Confiaba en pagarte solo con créditos —respondió Rakkett, un poco socarrona—, pero ya veo que también quieres que te pague con información.
Gressyt siguió avanzando hasta llegar a unos pocos metros de la chica, y espetó:
—Las condiciones de compraventa las pongo yo, chica del espacio. Así que, si quieres mi leddarol, canta.
—Bueno —dijo Rakkett—, no es que lo necesitemos para nada en particular... Ya sabes que la energía solar permite desplazarse por el espacio, pero solo eso, desplazarse, y a veces... ya sabes... hay que correr un poquito. Me refiero a que si hay que dejar atrás a una fragata militar... o a otras naves de compañía indeseada, tú ya me entiendes... Para correr hace falta carburante, no basta con energía solar. Y el leddarol es uno de los más potentes.
Cuando Rakkett terminó, Gressyt esperó unos segundos para responder. Primero habló con un tono suave y meloso, alargando cada sílaba:
—La energía solar... Sí, la energía de los pobres. Permite ir tirando, pero solo eso, tirar p'alante... Y los que quieren ir cagando leches deben comprar carburante, como el leddarol... Está claro —continuó adoptando un tono más duro—. Pero todavía no me respondiste. ¿En qué andáis metidos?
Rakkett se percató de que, si no soltaba información, Gressyt se cerraría en banda y no le vendería el carburante. Así que lo soltó:
—Klànius, de Juno, anda buscando a alguien que le haga un trabajillo. Uno de esos por los que podrías perder el culo, supongo que lo pillas.
—Ya.
—Y, como puedes entender, precisamos leddarol. Necesitamos tener los depósitos llenos de carburante por si hay que salir follados de algún encuentro... digamos... indeseado.
Gressyt tardó un poco en contestar y, cuando lo hizo, adoptó una voz grave.
—Klànius es un mal bicho. Casi todos los que tuvieron tratos con él acabaron escaldados. Cada vez menos gente quiere trabajar para él. Puede joderos.
—Sí, ya sabemos que jodió a más de uno... —respondió Rakkett, algo sonriente—. Pero somos la Skørdåt.
—Bueno, bueno... Puedo daros lo que me pedís. Pero eso tiene un precio. Y más después de lo que me hicisteis la última vez. Tendrás que pagarme 600.000 créditos.
Rakkett tenía claro que tendría que pagar una cantidad como aquella. Pero si aceptaba enseguida, Gressyt vería que podría sacarle más, y subiría el precio. Así que hizo como si regatease.
—Ya dicen de ti que eres un bastardo, Gressyt. Y vaya si lo eres. ¿Cómo cojones se te ocurre pedir esta cifra? ¡Es una fortuna! Te puedo dar 450.000 créditos, que ya es una barbaridad.
—Tú ya creías que era un bastardo antes de oírselo a la gente —replicó Gressyt—. ¡No me vengas ahora con lamentaciones, coño! Si quieres ese leddarol, es lo que tendrás que pagar.
—Jo'er, mierda, Gressyt —saltó Rakkett levantando la voz—, vale que tuvimos nuestras diferencias, pero también fuimos tus clientes otras veces.
Rakkett se hacía la ofendida porque tenía motivos, pero también hacía un poco de teatro: el cabreo que teóricamente tenía también formaba parte de la negociación por el precio, con objeto de evitar que subiera más de 600.000 créditos.
—Bueno, lo tomas o lo dejas —sentenció Gressyt.
Rakkett rumió (o hizo ver que rumiaba) un breve momento, hasta que dijo:
—De acuerdo, de acuerdo, 600.000...
—Por cierto, los créditos con que vas a pagarme —soltó Gressyt—, supongo que no son rastreables. Habréis manipulado la cadena de trazabilidad de esos créditos...
Rakkett no pudo reprimir una sonrisa.
—Ya. Tranquilo, estos créditos están limpios. No se puede saber de dónde proceden. Están alterados informáticamente. De todas modos, me imagino que alguien como tú tiene suficientes mecanismos para blanquear créditos y falsear su trazabilidad. Si tú no tienes esa habilidad, ¿quién entonces?
Esta vez fue Gressyt quien no pudo reprimir una sonrisa. Sin decir nada más, se dio la vuelta y llamó a alguien al otro lado de la puerta del almacén.
—¡¡¡Torryll, trae p'acá cuatro litros de leddarol!!!
Gressyt se giró de nuevo hacia Rakkett.
—Bien, ya estás tardando en pagarme... —dijo, mientras se sacaba el incón del bolsillo.
Rakkett también sacó su incón, activó la pantalla y presionó sobre el icono del dinero. Tecleó "600000"; a continuación, le dio al botón virtual inferior donde ponía "Transfer". Acto seguido, en la pantalla apareció un punto cuadrado negro, con el nombre de "Gressyt" debajo: era el incón de Gressyt. En la parte inferior de la pantalla había un icono verde con el texto "OK", y Rakkett lo tocó. Al cabo de medio segundo, el incón de Gressyt emitió un ¡ting!; Gressyt miró a la pantalla y, al ver que había recibido el dinero, rio. A continuación dijo:
—Es un placer hacer negocios con vosotros. Mientras esperas, ¿te gustaría echar un trago de algún licor? Tengo salbudo procedente de Calisto. Un salbudo de lo más rico, fermentado con doble hidratación. ¿Te apetece?
—Me apetece.
Rakkett se apoyó en una barandilla mientras una chica le traía un vaso con salbudo, un licor de color azul marino. Acababa de lograr su propósito, y de qué manera.

[2]

Cuando Rakkett salió del almacén de Gressyt, cargaba con dos viales cilíndricos grandes, con leddarol dentro, un líquido de color rosa. Cada vial contenía dos litros de aquel carburante. Los llevaba guardados dentro de la gabardina. Aquello valía un ojo de la cara.
Se movía entre la gente. De repente topó con un chico. No le había visto llegar, y chocó con él sin tiempo a esquivarlo. Y rápidamente, tal como había llegado, desapareció. Rakkett dio dos pasos más y súbitamente se paró. Su instinto le decía que algo no iba bien.
Rápidamente se palpó. Los tubos de leddarol estaban en su sitio, en los bolsillos interiores de la gabardina. Suspiró aliviada. Sin embargo, entonces se dio cuenta de que le faltaba su incón.
Puso cara de cabreada, se volvió rapidísimamente y echó a correr por donde procedía, esquivando a la muchedumbre. El tipo con el que se topó acababa de robarle el incón.
Enseguida lo distinguió entre el gentío, con el pelo rubio peinado en punta.
—¡Hey, tú, mangui! ¡Devuélveme el incón!
El chico se giró y vio a su última víctima persiguiéndolo. Había dos metros entre ambos, pero tres personas se interponían entre ellos. Aquello le daba ventaja. Echó a correr, intentando esquivar a la gente que iba encontrándose en su huida.
Correr en la Luna es más agradecido que correr en la Tierra, ya que, debido a la poca gravedad de la Luna, se pueden dar zancadas mayores. Así que el chico enseguida se escabulló al otro lado de la calle. Se giró entonces buscando a su perseguidora. Pensaba que se quedaría atrapada entre el gentío, pero, ¡vaya!, casi estaba a su altura. Echó a correr de nuevo, hacia un callejón oscuro y estrecho. El chico conocía bien todas las callejuelas, y confiaba en que podría despistar a aquella chica.
Al salir a una plaza con menos gente, siguió corriendo y, al cruzarla, giró la cabeza... ¡y aquella chica seguía tras él!
El chico saltó ágilmente para encaramarse a unos contenedores, y de ahí a una terraza baja. Debido a la poca gravedad, aquello era coser y cantar. Pero de repente notó como algo le pasaba por encima volando lentamente y, a continuación, la chica caía suavemente justo ante sus narices. Ella tocó tierra despatarrada, pero se mantenía en pie, con aquella gabardina que la hacía parecer mayor, con aquellos cabellos llenos de pinchos, de un rojo llamativo, y con aquellas gafas que, a buen seguro, escondían unos ojos llenos de rabia.
¿Cómo podía saltar tanto? Él necesitó dos saltos para encaramarse a aquella terraza, pero la chica lo hizo en uno solo. Podía ser que, en el calzado, tuviera propulsores, pero no se veía que saliera humo de las suelas de las botas de la chica. El muchacho reaccionó rápidamente y echó a correr hacia su derecha. Algo más allá había una explanada llena de desechos abandonados, vacía de gente, y quizás podría despistarla. Corrió y saltó. Pero otra vez aquella chica cayó frente a él suavemente. ¿¡Cómo narices podía saltar de aquella manera!? De un salto era capaz de avanzar el doble que él. Esta vez, él fintó rápido hacia la izquierda, pero la chica fue más rápida y le hizo la zancadilla, estirando la pierna. Él cayó de bruces y fue rodando hasta la pared. Quiso levantarse rápidamente para volver a correr... pero al hacerlo, se encontró con la chica delante, que apuntaba contra él con una pistola, con el brazo extendido.
—¡Devuélveme el incón, jueputa!
Lo dijo con una voz seca y dura, mandona. Su ademán también era de una rigidez absoluta, con las piernas abiertas y el brazo levantado en un ángulo de 90 grados con el cuerpo, apuntándolo con la pistola. Parecía que se encontrara pegada al suelo. Mikka sentía la mirada de odio tras aquellas gafas oscuras, a pesar de que no podía verle los ojos.
—No... no sé de qué me hablas... —farfulló el chico.
—Mira, chaval —dijo la chica, con aquella voz firme—, no tengo tiempo que perder. Devuélvemelo y te dejaré ir. Si no, te meto una bala. Tú eliges.
El chico era habilidoso y rápido, y ya estaba pensando en cómo deshacerse de aquel estorbo. Hizo ver que iba a ponerse la mano en la parte interior de la chaqueta... y de repente soltó un puñetazo fuerte a la pistola, haciendo que cayera. La chica no solo perdió la pistola (que se le cayó y se desplazó por el suelo unos metros), sino que todo su cuerpo se balanceó. El chico pensaba que ya lo había logrado cuando la chica rápidamente volvió a ponerse en la misma posición... pero ahora sostenía otra pistola con el otro brazo, también en un ángulo de 90 grados respecto del cuerpo. Caramba con la chica, pensó él, ¿de dónde logró sacar aquella otra pistola? ¿Y cómo consiguió asirla tan rápido?
—¡No me toques los ovarios! —dijo, todavía con más fuerza, la chica—. ¡Devuélveme el incón, capullo!
El muchacho empezó a sudar. Se sentía acorralado. Quizás regresaría a su casa con una bala en el brazo o... De repente, se oyó una sirena y se vieron unos reflejos de luces azules y rojas. ¡Era una patrulla del ejército! Seguramente se acercaba con motojets.
El chico se sintió perdido. Una muchacha enfadada estaba amenazándolo con un arma, y una patrulla del ejército estaba a punto de llegar. El sudor se convirtió en sudor frío. Ya se veía a sí mismo pasando varios crones en el calabozo...
Pero, para su sorpresa, la chica escondió rápidamente la pistola en la gabardina, asió fuerte al chico de los brazos y, con un rápido movimiento, lo aproximó hacia ella e hizo que sus labios se tocaran bruscamente. Él era algo más bajo, así que ella lo alzaba un poco (y él tenía que levantar el cuello y ponerse un poco de puntillas). En aquel momento apareció el motojet del soldado mientras la chica y el chico se morreaban con pasión.
El chico se quedó a cuadros. La chica lo agarraba con fuerza por los brazos (¡sus manos parecían tenazas!) mientras lo besaba con ganas. El soldado apareció junto a ellos, vestido de blanco (el uniforme del ejército) y ataviado con un casco igualmente blanco con una visera negra sobre los ojos.
—¿Ocurre algo aquí? —dijo el soldado.
La chica separó los labios de los del chico, giró la cabeza levemente y dijo:
—Perdone, agente. Mi novio y yo buscábamos un lugar apartado...
El soldado, con ademán serio, se acercó a la pareja y dijo:
—Nos dijeron que había barullo. ¿Visteis algo?
Tanto Mikka como Rakkett negaron con la cabeza. Entonces el soldado levantó el brazo izquierdo acercando la muñeca a la boca, y dijo:
—Nada, falsa alarma. Dos que están dándose el lote.
Desde la muñeca se oyó la voz de un hombre que decía:
—Recibido. Confirma identidades.
El soldado se sacó un aparato lector del cinturón y dijo:
—Identificaos.
La pareja se deshizo y Mikka se sacó su incón del bolsillo y mostró la pantalla al soldado. El soldado acercó el lector hacia la pantalla del incón y lo accionó. Se encendió una luz roja en el lector que iluminó la pantalla del incón. A continuación, el soldado apagó el lector y apuntó hacia la cara de Mikka, y accionó otro botón. Esta vez, la cara de Mikka quedó iluminada de color azul, mientras una línea roja bajaba desde el pelo hasta el mentón de Mikka. Cuando la línea roja llegó al final, el soldado bajó el lector y miró la pantallita posterior. El soldado dijo:
—Caramba, qué tenemos aquí. Mikka Nedd, residente aquí, en Capsídia. Solo saliste de la Luna para ir a la Tierra en tres ocasiones. Detenido una vez por intento de allanamiento de una propiedad privada.
—¡Eh, eh! —gritó Mikka, como protestando, levantando un poco la mano derecha—. Era una nave abandonada. Los mismos soldados que me trincaron me soltaron al instante y me dijeron que entrar en un espacio abandonado era una falta leve, que no me encerrarían.
El soldado no dijo nada; seguía con la misma cara seria, con los labios apretados. Giró la cabeza hacia Rakkett y le preguntó:
—¿Y tú?
Mikka tenía el incón de Rakkett, y se adelantó: lo sacó de dentro de un bolsillo interior de la chaqueta y lo mostró al soldado.
—Lo tengo yo —dijo el chico—. Se lo guardo porque en este barrio de Capsídia hay muchos rateros. Ella no es del barrio... yo siempre le digo que tenga cuidado, pero es mejor que yo le guarde el incón.
El soldado, sin decir nada, volvió a enfocar el lector hacia el incón de Rakkett y, a continuación, hacia la cara de Rakkett para escanearla. Cuando terminó, el soldado, mirando la pantallita posterior, fue diciendo:
—Júlia Riggs. Trabajadora de mantenimiento en la estación espacial Xtear. ¿Qué viniste a hacer aquí en la Luna?
—Estoy de vacaciones, y vine para ver a mi novio —dijo Rakkett, señalando a Mikka con la mano.
El soldado tecleó el lector y, al cabo de unos segundos, dijo:
—Verificado. El regimiento militar de la estación Xtear confirma que Júlia Riggs trabaja allá y que ahora está de vacaciones fuera de la estación.
Entonces el soldado se guardó el lector y dijo:
—Tened cuidado. Esta zona es peligrosa.
Y, sin decir nada más, se dio la vuelta, se encaramó en el motojet y se fue. Una vez fuera, Rakkett arrebató su incón de las manos de Mikka, diciendo:
—Devuélveme el incón, zoquete.
El chico aún seguía atónito porque ella acababa de darle un beso; y, a su parecer, con ardor. ¿O era teatro? Mikka, con los ojos brillantes y sonriendo un poco, miró a la chica y dijo:
—Así que te llamas Júlia y estás en la Xtear?
—¡Qué narices! —respondió la chica, guardándose el incón en el bolsillo interior de la gabardina—. Esa tal Júlia no existe. Es una identidad falsa. Pagamos a un pirata para que la insertara en el sistema informático de la estación Xtear. Cada vez que la pasma me pide la identidad, doy esta. La identidad falsa que figura en los archivos de la Xtear está programada para que siempre revele que está de vacaciones fuera de la estación. Si los soldados hacen una comprobación, les aparece esa información y así siempre está todo en orden.
Mikka estaba pasmado ante los recursos de aquella chica para escabullirse de los controles militares. Entonces dijo, sonriendo un poco:
—Vaya, ya veo que tampoco te gusta tener tratos con el ejército, ¿eh? Por eso me besaste, ¿no? ¿También escondes algo?
Rakkett perdió la paciencia y dijo algo molesta:
—¡Basta de gilipolleces! ¡Me las piro!
—¡Espera!
La chica hizo ademán de irse, y entonces el chico intentó agarrarla por el brazo; pero Rakkett se libró rápidamente de él y le dio un puñetazo en el vientre. El cuerpo del chico se dobló por el dolor.
—Joder, qué dolor —pudo decir, casi sin aire—. Primero te abrazas a un chico y luego le propinas una coz...
—Escucha, pedazo de burro —dijo ella, con enojo y alzando la voz—: me llamo Rakkett. Nunca antes me habían robado, ¡nunca!, ¿lo oyes?
Estaba claro que estaba furiosa por el robo. Más concretamente, porque alguien hubiera logrado robarle algo. Al muchacho todavía le faltaba el aire, pero pudo decir:
—Ostras, pues a mí nadie llegó a pillarme jamás... Eres la única persona que lo logró. Si eso te sirve de consuelo...
La chica no estaba para bromas y se echó a andar para irse.
—¡Eh! —dijo el chico—, ¿cómo lograste dar esos saltos?
Rakkett se detuvo. Dio media vuelta, regresó hasta donde se hallaba Mikka y le dijo:
—¡Idiota! ¡Si pensaras un poco yo no te habría pilla'o! Pero no: piensas con el culo en vez de pensar con la cabeza, ¡y por eso te pillé!
—No... no te entiendo... —farfulló el chico, algo confundido.
Rakkett dejó escapar un suspiro y dijo, un pelín más calmada (aunque tampoco demasiado):
—Escúchame bien, mierdecilla: en cada planeta y en cada satélite hay una gravedad distinta. Un mismo objeto pesa diferente según en qué planeta o satélite se encuentre. Un pedrusco que en la Tierra pese diez kilos pesará cuatro en Marte. A esto se le llama gravedad, y la gravedad depende de la masa y de la densidad de cada planeta o satélite. Dado que Marte es la mitad de grande que la Tierra, las cosas pesan poco más o menos la mitad que en la Tierra. Y dado que la Luna todavía es menor, aquí todo pesa mucho menos, aproximadamente una sexta parte del peso de la Tierra. ¿Me sigues, memo?
—Sí, sí... —respondió como pudo Mikka.
—Las personas se habitúan a la gravedad de cada lugar cuando hace un tiempo que permanecen en él —continuó Rakkett—. Tú estás habituado a la gravedad de la Luna, y tienes los músculos adaptados a este medio. Por eso, en todo el Sistema Solar, la gente toma tonificantes musculares. Porque si te vas a la Tierra sin haber tomado tonificantes musculares cualquier objeto te pesaría seis veces más. Incluido tu propio cuerpo: de golpe y porrazo, no podrías sostenerte a ti mismo salvo haciendo muchísima fuerza. Pero tomando tonificantes musculares, al llegar a la Tierra, tus músculos se habituarán rápidamente a la gravedad terrestre. Si no tomaras esos tonificantes, al pisar la Tierra no podrías ni moverte. ¿Lo vas pillando?
—Eh... sí...
—Pues escucha: como estás habituado a la gravedad de la Luna, y tienes los músculos adaptados a este medio, cuando tu cerebro hace mover tu cuerpo, da la orden de activar la fuerza necesaria para dar un paso en el medio lunar. Yo, en cambio, vengo de una nave, y en las naves y en las estaciones especiales suele haber la gravedad de la Tierra. Por lo tanto, mis músculos están preparados para moverme en una gravedad como la de la Tierra. Así que, cuando mi cerebro da la orden de moverme, hace activar más fuerza en mis músculos. O sea, cuando doy un paso en la nave, o en la Tierra, quemo más del doble de calorías que tú para dar el mismo paso aquí en la Luna. ¿Me sigues, o eres tan bobo que ya te perdiste?
—Te sigo, te sigo...
—Si haces números, ya sabes que, aquí en la Luna, hay menos gravedad que en mi nave. Por lo tanto, cuando salto, lo hago teniendo en cuenta la gravedad de mi nave, que es la de la Tierra. Quizás en unos crones ya me habría habituado a la gravedad de la Luna. Pero ahora mismo mi cuerpo está habituado a la gravedad de la Tierra. Por eso he podido saltar el doble que tú. Tú saltabas para llegar a una terraza y tus músculos hacían la fuerza necesaria para alcanzar aquella altura en la Luna. Pero yo hacía la fuerza necesaria para alcanzar aquella altura dentro de la Tierra. Como resultado, yo saltaba más del doble que tú. Ambos queríamos alcanzar la misma altura, pero yo lo hacía como si viviera en la gravedad de la Tierra.
Rakkett hizo una pausa. Y acabó, ahora ya totalmente calmada:
—Antes de robar a alguien, pedazo de alcornoque, mira cómo se mueve. Si se mueve más rápido y ligero que los demás, es que viene de un planeta o satélite con una gravedad mayor. Y siempre te ganará en una carrera. ¡Fíjate en esto antes de birlar incones, y no van a pillarte!
Cuando terminó, se abrochó la gabardina y acabó diciendo:
—¡No sé por qué te cuento esto y pierdo el tiempo contigo!
Dio media vuelta de nuevo y se largó dando pasos fuertes y grandes. Estaba realmente enfadada. Pero aquel chico la encontraba atractiva, incluso llevando aquellas horribles gafas oscuras que parecían cosidas a la piel.
—¡Yo me llamo Mikka! —dijo el chico, gritando, cuando la chica ya estaba un poco lejos—. ¡Encantado de conocerte, Rakkett! ¡Espero volver a verte...!
La chica ni se giró ni dijo nada. Siguió andando.

[3]


Mikka no solía meterse en líos. Pero aquella chica lo atraía. Tenía un no sé qué... Por eso, discretamente decidió seguirla. La chica andaba con paso firme, avanzando entre módulos, hacia la zona de hangares de la ciudad. Él la seguía a cierta distancia, cautelosamente, escondiéndose levemente de vez en cuando, por si ella se daba la vuelta.
Al cabo de un rato, la chica llegó a un hangar grande y entró. Mikka avanzó rozando la pared del hangar. Antes de llegar a la puerta por donde había entrado la chica, se encaramó a unas cajas que había contra la pared, y desde allá pudo mirar dentro del hangar, a través de una ventana.
Entonces vio una nave dentro. No la veía entera, porque había cajas apiladas cerca de la ventana que le impedían parte de la visión. Pero pudo ver que era un carguero de color lila y de líneas aerodinámicas.
De repente, una voz masculina gritó tras él:
—¡Tú, chiquillo! ¿Qué haces merodeando por aquí?
Mikka se asustó un poco y se agachó rápidamente. Miró hacia atrás y vio a un hombrecito bajito, de piel blanca, de edad avanzada, con una barba muy pequeña y vestido con un mono gris. Era un trabajador del hangar.
—Per... perdón —farfulló Mikka, bajando de la caja en la que estaba encaramado.
—Aquí no queremos merodeadores —soltó el hombrecito—. ¿Qué querías? ¿Robar algo de esta nave? ¿Sabes qué les hacemos a los ladrones como tú? Les metemos las manos dentro de aceite de máquina hirviendo. Ya verás lo fina que te queda la piel. Aquí no llamamos al ejército para que arresten a los chorizos como tú. Ya sabemos qué ocurre: os arrestan pero al cabo de unas horas os sueltan. Nos tomamos la justicia por nuestra cuenta. ¡Así que lárgate ahora mismo si no quieres que yo y mis compañeros te demos una paliza!
—De acuerdo, ya me voy... —dijo Mikka—. Es que quería saber quiénes son los de esta nave...
—¡No me vengas con majaderías! —interrumpió el empleado del hangar, poniendo todavía peor cara—. ¡Viniste a ver qué podías rapiñar! Pues más vale que te lo pienses dos veces, antes de robar algo a los de esta nave!
—¿Sabes quiénes son? —preguntó Mikka, intentando transmitir tranquilidad con la voz.
—¿No lo sabes? ¡Son los de la Skørdåt! ¡Esa nave lleva más millas recorridas de las que jamás recorrerás tú! ¡Mejor que no les toques las narices, si no quieres acabar jodido!
—Bueno...
—¡Ea, largo de aquí! —zanjó el trabajador del hangar.
Mikka empezó a andar, pero cuando hubo dado tres pasos se volvió y preguntó:
—¿Sabes si puedo intentar verlos? Quiero decir... si quisiera hablar con esa gente, ¿cómo debo hacerlo? ¿Tengo que pedírselo?
El trabajador del hangar resopló, mostrando cansancio por aquella situación, y soltó:
—No te esfuerces. Se largan dentro de pocas horas. Tienen que ir a la Tierra. Vaya, que no creo que puedas verlos. Pero es que ellos mismos no quieren tener tratos con la gente. Prefieren pasar desapercibidos.
Mikka permaneció callado un par de segundos, hasta que dijo:
—Así que se van hacia la Tierra... ¿Y sabes a dónde, exactamente, de la Tierra?
—¡Y yo qué sé! —berreó, enfurecido, el hombrecito—. No me meto en los asuntos de los demás. ¡Y menos en los asuntos de forajidos! Mira, bribón, te doy un consejo. Los viajantes del espacio, como estos de la Skørdåt, en general no quieren dar explicaciones a nadie, no quieren que nadie los controle. Por eso yo no me meto en sus asuntos. Y te aconsejo que hagas lo mismo: déjalos y no les digas nada. Si lo haces, puedes recibir algún porrazo.—Ya... —dijo Mikka— Pero si quisiera hablar con ellos, ¿cómo tendría que hacerlo?
—¡¡¡Pero qué terco!!! —volvió a berrear el hombrecito, con la voz todavía más aguda—. Se ve que no recibiste suficientes hostias a lo largo de tu vida... ¡Eres joven, pero no deberías ser tan tonto! Bueno, allá tú. Cuando viajan a la Tierra, suelen permanecer en el cosmopuerto Siik. Si alguien quiere hablar con ellos, puede ir al bar de un tal Shoêk. Es donde suelen ir los pilotos de grandes cargueros. Allá los skørdåtianos pasan el rato a medianoche, hora local.
—¡Gracias! —dijo Mikka, girándose y echando a andar de nuevo, ahora con un brillo en los ojos.
El hombrecillo veía a aquel muchacho largarse, y entonces dijo, gritando:
—¡Oye, chico!
Mikka se paró y dio media vuelta:
—¿Sí?
El hombrecillo dijo:
—Creo que no sabes dónde te metes. Si yo fuera tu padre, te diría que te alejaras de gente como esa. Pero ya sé que no me harás caso. Así que escucha este otro consejo que voy a darte: gente como los skørdåtianos son de los que disparan primero y preguntan después. Así que no les toques los cojones. Si ves que no quieren saber nada de ti, no insistas, o acabarás muerto en un rincón. ¿Lo entendiste?
Mikka asintió con la cabeza, se giró y continuó andando. El trabajador del hangar lo miraba con las manos en el bolsillo del mono. Cuando Mikka ya se encontraba lejos, el hombrecillo se puso un palo de regaliz plástico en la boca y dijo en voz alta, masticando y saboreando a la vez el regaliz:
—¡Cagüen diez! ¿Qué te apuestas que irá a tocarles los cojones? Va a salir escaldado de esta, seguro. ¡Maldito chico!

[4]


Cosmopuerto Siik, mar de Aral, la Tierra

Era noche cerrada en el cosmopuerto Siik. Este era enorme, con capacidad para albergar miles de naves espaciales. Para ello, las terminales tenían pisos sobrepuestos. En cada terminal podía haber una veintena de naves, una sobre otra.
A pesar de que era noche cerrada, un montón de gente iba y venía por el cosmopuerto. El tráfico de gente y mercancías no paraba nunca (excepto cuando los sindicalistas se sublevaban).
El bar de Shoêk estaba abierto. Era pequeño, con solo nueve mesas cuadradas blancas, además de la barra, con capacidad para cuatro personas. Una cristalera daba al cosmopuerto y se veían algunas naves estacionadas.
Mikka entró. Vio que el bar estaba lleno, excepto un par de mesas. Estaba nervioso, pues nunca había hecho algo así... pero quien quiere peces que se moje el culo, dicen.
Se fue hasta la barra y se dirigió al camarero, Shoêk.
—Hola. Busco al capitán de la nave Skørdåt.
El camarero era un hombre grueso y alto, corpulento, de piel morena con las canas despeinadas. Mientras colocaba unos vasos le respondió con brusquedad y mala cara, y con voz ronca:
—Esto no es la oficina de información.
—Ya... —respondió Mikka, sin saber mucho qué decir—. Es que... vengo de la Luna, ¿sabe?, y llegué expresamente para hablar con el capitán de la Skørdåt. En la Luna me dijeron que aquí podría hallarlo. Que, cuando está en este puerto, suele estar por aquí hacia las doce y media de la madrugada, hora local...
—Pues quien te lo dijo debía de ser un pánfilo —respondió con la misma voz ronca.
Mikka sabía que no sería fácil contactar con la gente de la Skørdåt. Así que prefirió hacerse el resiliente.
—Bueno, póngame una cerveza... Y esperaré allí, en aquella mesa, hasta que venga el capitán de la Skørdåt. ¿Le parece bien?
El camarero no dijo nada. Llenó un vaso de cerveza y se lo dio a Mikka, que se sacó un incón robado y pagó; a continuación, se fue a la mesa con la cerveza y se sentó.
Pasaron más de dos horas. Mikka seguía en la mesa, con tres vasos de cerveza vacíos. De repente lo vio entrar. Era de piel blanca, llevaba el pelo castaño largo, iba vestido con una gabardina marrón y llevaba las mismas gafas oscuras que Rakkett. Por lo tanto, era el capitán de la Skørdåt. Se había puesto en la barra, derecho, apoyándose sobre el mostrador. Entonces, Mikka se levantó y, lentamente, se fue hacia la barra.
—Perdona —le dijo—, ¿eres el capitán de la Skørdåt?
—Y si lo soy, ¿qué? —contestó sin ni tan siquiera girar la cabeza.
—Bueno... me llamo Mikka. Vengo de la Luna. Me dijeron que para encontrarte había que venir aquí.
—Sí, Shoêk ya me hizo saber que me estaba esperando alguien. Me llamo Denk. Perdona que te hiciera esperar tanto. Normalmente lo hago así. Si la persona que quiere verme está realmente interesada, se espera el tiempo que haga falta. Tú dirás qué necesitas. ¿Hay que hacer algún transporte?
—Eh... no exactamente. Es que mira, en la Luna me topé con una chica, que se llamaba Rakkett. No pudimos hablar mucho... pero entonces fui preguntando por ella, a ver si alguien la conocía, y un amigo me dijo que era la segunda de a bordo de la nave Skørdåt. Una nave muy buena, me dijeron, ¿eh? Y que para contactar con su capitán, Denk, que eres tú, podía venir aquí, al bar de Shoêk de este cosmopuerto. Y, en fin, querría volver a ver a esa chica...
Mikka se quedó mudo cuando vio que el capitán de la Skørdåt giraba la cabeza y le miraba de forma intimidatoria (de hecho, el capitán era mucho más alto que Mikka). A pesar de que las gafas oscuras impedían verle los ojos, la dureza de las facciones evidenciaba el cabreo.
—¡Chiquillo de los cojones! —exclamó Denk—. ¿Me hiciste venir solo porque tenías ganas de ver a mi hermana? ¡Qué narices!
Denk se dirigió hacia la puerta con decisión. Mikka, sobresaltado, lo siguió.
—¡Solo quiero hablar! ¡Vine expresamente a verla! No pudimos acabar de hablar todo lo que teníamos que hablar y...
—¡Mira, chico! —gritó Denk, parándose bruscamente y mirando fijamente a Mikka— ¡Si quieres jugar con fuego, vete al Sol y déjanos en paz!
Mikka se quedó pasmado. Aquel hombre medía un palmo más que él y el tono de voz era muy duro. Aquella familia era muy difícil de tratar, pensó.
Denk siguió andando con zancadas largas hacia una galería. Pero Mikka había venido expresamente desde la Luna, y no iba a dejarlo escapar. Así que siguió a Denk.
Mikka tenía los músculos acostumbrados a la Luna; por lo tanto, para él su propio cuerpo pesaba más. A pesar de que los tonificantes musculares que tomaba habitualmente le permitían resistir su nuevo peso, la adaptación gravitatoria total requería unas horas. Debido a ello, se cansaba más rápido y le costó seguir a Denk, hasta el punto que lo perdió. Cuando ya pensaba que tendría que abandonar, se detuvo en un lugar solitario, resoplando. Estuvo pensando qué debía hacer, si continuar buscando la Skørdåt (cosa difícil, porque en aquel cosmopuerto quizás había 2.000 naves) o regresar a la Luna en el primer transbordador que saliera. Sopesó seriamente esta última opción; era evidente que aquella gente no quería saber nada de él.
De golpe aparecieron tres personas tras unos contenedores cercanos. Eran tres hombres, uno de los cuales, de piel blanca, flacucho y calvo, llevaba una navaja. Los otros dos (uno negro y otro blanco) iban desarmados, pero eran más corpulentos y seguro que sabrían dar garrotazos a diestro y siniestro.
—Hola, chaval. ¿Acaso tienes algo para nosotros? —dijo el hombre que llevaba la navaja.
—¿Eh? Perdonad, no llevo nada... —respondió, farfullando, Mikka.
—¡Pué' mira, queremos el incón y todo lo que tengas de valor! Si no nos lo das, te haremos una cara nueva —dijo el mismo hombre.
Mikka se sintió acorralado; era lo que le faltaba.
—Yo no conozco a nadie de por aquí... —dijo balbuceante, pensando que aquello serviría de algo.
—Mejor. Así, si te pinchamos ¡nadie va a echarte de menos!
De repente, tras aquellos hombres surgió la voz de Denk:
—¡Dejadlo!
Denk apareció providencialmente de entre las sombras. Llevaba una pistola (igual que su hermana en la Luna) y apuntaba (con el brazo en un ángulo de 90 grados con respecto a su cuerpo) a aquellos tres desgraciados. Denk ya sabía que la única arma que portaban aquellos tres ladrones era la navaja, porque con las gafas oscuras los estaba escaneando.
Los tres hombres se volvieron hacia Denk.
—Vaya, un chico del espacio que se las da de pincho —dijo el que portaba la navaja—. ¿No ves que nosotros somos tres y tú solo uno?
Ni un segundo pasó desde que el hombre dijo "solo uno" a que resonó el disparo. Denk acababa de dispararle un balazo. La bala le entró por la frente. Del agujero de la bala empezó a manar sangre. Inmediatamente, el cuerpo del hombre cayó desplomado.
Denk, sin perder la calma, y prácticamente sin mover ningún músculo, giró el brazo que sostenía la pistola hacia otro de los hombres.
—Ahora solamente sois dos. ¿Qué queréis hacer? ¿Seguir discutiendo de matemáticas? ¿O preferís abriros ahora mismo?
Los dos hombres no dijeron nada: empezaron a recular con cara de miedo y, al cabo de poco, se largaban por patas de aquel lugar.
Cuando se marcharon, Denk bajó el arma.
—No tendrías que ir solo por este puerto. Es peligroso.
Mikka no sabía qué decir: era la primera vez que veía cómo mataban a un hombre. Denk le leyó el pensamiento al ver su cara de asombro.
—No te apures —dijo Denk—. Era un desgraciado. Nadie va a echarlo de menos. Ni siquiera aquellos dos mierdas que iban con él.
Denk enfundó la pistola dentro de la gabardina.
—Y ahora larguémonos —continuó Denk—, antes de que lleguen los militares, que seguro que habrán oído el disparo.
—¿Y dejamos al muerto aquí? —preguntó Mikka.
—Por supuesto. ¿Qué quieres hacer con él? Ya va a ocuparse el ejército. Van a intentar identificarlo. En cuanto sepan que era un ratero o un traficante desgraciado, van a incinerarlo. Y si no logran identificarlo, también.
—Ah... ¿A dónde vamos? —volvió a preguntar Mikka.
—A la nave. Ahora mismo es el lugar seguro más cercano. ¿Querías ver a mi hermana, no? Pues mira, ¡deseo concedido!
 
 
Conoce qué les ocurre a Mikka, Rakkett, Denk y el resto de la tripulación adquiriendo el libro Skørdåt I: Nueve formas de morir en el espacio (pulsa aquí).
 
Y si quieres saber qué les ocurre en el volumen II, pulsa aquí.